martes, 24 de febrero de 2009

Canciones y cantores en la ODISEA

Por Enriqueta Frouté de Colantoni

INTRODUCCIÓN

La Odisea es un complejo relato de aventuras, centrado en un héroe que tiene dentro de sí un repositorio de relatos: historias similares a la del protagonista, historias que le sirven de contraste y variaciones que se abren en abanico sobre elementos comunes a unas y a otras. Hay paralelamente diferentes narradores –o cantores– que tienen a su cargo el hilo de la trama. Es necesario tener presente que, dentro de la tradición oral, el canto es el medio de transmisión del contenido, aun cuando algunos estudiosos crean que la Odisea, tal como la conocemos actualmente, es una obra pensada para la escritura.[1] Se advierten además, en las intervenciones de los distintos narradores, reflexiones explícitas o implícitas sobre la actividad creadora y sobre los valores de la poesía y sus fines. Se tratará, en este trabajo, de relevar esas situaciones y de rescatar este metalenguaje y la etiología del canto, tal como se presentan en la Odisea.

LA MATERIA DEL CANTO Y LOS CANTORES

¿Cuál es la materia del canto en la Odisea? Fundamentalmente, el itinerario de Odiseo, el más ingenioso de los jefes aqueos que marcharon a Troya. Los infortunios que padece en su viaje de regreso a Ítaca conformarán el argumento del canto. Sirviendo de fondo a esta historia, están los relatos de los otros regresos, de los demás nostoi.[2] Aventuras que tienen en común el punto de partida y el escenario marino del trayecto, que prueban a los héroes y los conducen de la victoria a la derrota o a la recuperación del reino perdido. El movimiento general es un desplazamiento de la periferia hacia el centro:[3] Odiseo viaja desde los extremos del mundo hacia su patria, para recuperar el hogar amenazado y el trono asediado por los pretendientes.

Vivamente contrastada con la historia de Odiseo, está la de Agamenón, particularmente en los cuatro primeros cantos: Telémaco viaja a Pilos y a Esparta para recuperar al padre perdido y lograr su ayuda para un reino en crisis. En esa situación, resulta ejemplar la historia del infortunado regreso de Agamenón a Mecenas y del hijo que llega demasiado tarde para salvar al padre de la muerte ignominiosa, preparada por el usurpador y la esposa adúltera. En la Telemaquia, el fin de Agamenón es una incitación a la acción para la inversión de signo en el resultado final.

La Telemaquia es también una preparación para la aparición del héroe, que domina con su ausencia el panorama de la acción: se habla de él y él es el centro de preocupación de los dioses y de los hombres. Se despliegan historias semejantes, con regresos felices, como los de Néstor y Menelao; especialmente esta última, que presenta dificultades y encierra un relato fabuloso, el de Proteo, como anticipo de las aventuras que afrontará más adelante el héroe.

Los relatos sobre la suerte de Áyax, Filoctetes, Idomeneo y Aquiles están en un plano más lejano y sirven de fondo a la línea principal de la acción. De estas historias se ocupan distintas voces; enana verdadera polifonía, toman el relato los dioses (Zeus, Atenea, Proteo); los sobrevivientes de Troya (Néstor, Menelao) y los héroes que ya están en el Hades (Agamenón y Aquiles). Estos cantores, ubicados dentro de la ficción en diferentes espacios, forman una estructura especular, dentro de la cual una historia se relaciona con todas las otras historias y donde un cantor siente el eco de los otros cantores. En el narrador se da la intersección entre los dos planos: el de la narración y el de lo narrado, tanto por la materia del canto, como por su origen divino.

Importantes son, para nuestro objetivo, los cantores profesionales que presenta Homero: Femio y Demódoco. En el palacio de Ítaca, Femio inicia un relato sobre los nostoi (1, 325 ss.) que Demódoco continuará en el rico palacio de los reacios (8, 487 ss.). Son variaciones sobre el mismo tema: Troya, sus héroes, sus aventuras y sus dioses. Es decir que cantan lo mismo que canta Homero. Este no se declara autor del relato, sino que le pide a una diosa que le dé su versión de los hechos: “cuéntame, oh diosa” (1, 1). Los otros aedos hacen lo mismo: ninguno de ellos canta por su propia capacidad técnica. Femio confiesa que canta por voluntad divina y se confiesa autodidacto: “Yo me he enseñado a mí mismo, que un dios me inspiró en la mente canciones de toda especie” (22, 347-348).

De Demódoco nos dice el narrador que: “La Musa le había concedido un bien y un mal: lo privó de la vista, pero le concedió el dulce canto” (8, 61-64). Demódoco es ciego para una determinada realidad, pero tiene el poder de instaurar otra con su propio canto. La especial relación del aedo con la divinidad es reconocida socialmente y se le concede un lugar de privilegio en los palacios: se lo ubica en el centro de las salas, apoyado en las columnas que sostienen el techo. Este carácter divino del canto inspirado le vale al otro cantor (Femio) el perdón de la vida en la matanza de los pretendientes (22, 344 ss.).

Valioso por la inspiración divina, tiene un efecto positivo sobre los hombres. En primer lugar, enfrenta a los actores con sus propias acciones y, al reconocerse en sus esfuerzos y dolores (sus patea), los oyentes se acercan a su propia verdad por el poder de la palabra que actualiza los hechos: Odiseo llora en el palacio de Alcínoo al escuchar la versión de su disputa con Aquiles (8, 83) y pide luego a Demódoco que le cuente la artimaña del caballo de madera, instrumento de la victoria para los aqueos (8, 492).

En segundo lugar, la areté es siempre merecedora de encomio y de imitación, en grado tal que Alción afirma que las desgracias de dánaos y troyanos se originaron con el fin de ser cantadas. De manera que no es el cantor el que presta relieve a la materia del canto inspirado sino que los dioses mismos originaron los hechos, para que sean ejemplo para los hombres, como historias dignas de ser contempladas (8, 579 ss.).

Sustituyendo a los cantores profesionales, el protagonista ocupa el centro y comienza a contar su propia historia en el racconto del palacio de Alción, que abarca cuatro cantos (IX-XII). Se ahonda aquí el plano de la narración, en el narrador y en lo narrado: se trata de un mundo más arcaico, poblado de monstruos y diosas, que se aleja en el tiempo; de las hazañas guerreras y del territorio conocido se remonta a los confines del espacio. En el canto XI confluyen la gloria del héroe y la del cantor, en la exclamación del rey de los reacios: “Tú das belleza a las palabras, tienes ingenio y, como un aedo, hiciste sabiamente la narración de tus crueles padecimientos y de los de todos los argivos” (11, 363-369).

Es en el relato de Odiseo donde aparecen cantoras divinas, cuyo canto no se vive como positivo, sino como amenaza. Será tarea del héroe el saber resistir esta seducción femenina, tal como lo había hecho en el relato de Menelao (4, 279 ss.). Allí Helena intenta hacer salir del caballo de madera a los griegos, llamándolos con la voz de sus esposas. Odiseo resiste y ayuda a los demás a resistir, impidiéndoles responder al llamado. Más que la materia del llamado, importa la cualidad de la voz, en esta extraña poliglosia que asimila a Helena con las otras divinidades: Calipso, Circe y las Sirenas.

Calipso es una ninfa que vive en una vasta gruta, en la remota isla de Ogigia. Este lugar apartado es un paraíso poblado por árboles de toda especie y regado por cuatro ríos. La ninfa canta en el interior de la gruta, mientras teje con lanzadera de oro (5, 68 ss.). La relación con la vegetación y con las aguas muestra a la diosa como administradora de un centro espiritual de la vida y la juventud eternas. Ella está, además, ubicada junto a una gran vid, la planta que produce un licor de inmortalidad.[4] Odiseo comparte sus amores, pero sólo como compañero de lecho. Es un paredro de la diosa, que se resiste a la boda sacra y añosa su tierra y su mujer, a punto tal que rechaza la oferta de Calipso.

Circe es la otra cantora divina. También ella teje y la trama de su tejido, como la de Calipso, está hecha con el hilo de la vida de los hombres. El canto que acompaña al tejido es el aspecto sonoro de la realidad visualmente simbolizada en el tejido: es la palabra que crea vida, es el recitado de la vida misma. Circe es una hija de Helios y su morada está en los confines del mundo. Ella no eleva a los visitantes a la altura de los dioses, sino que precipita en lo infrahumano. Ella degrada a los hombres a la condición de animal y los conduce a la muerte iniciática: indica a Odiseo el camino del Hades como única ruta de regreso y, al volver, él y sus compañeros habrán muerto en vida (12, 21).

Las entradas al paraíso y al infierno están marcada por dos mujeres seductoras, que intentan retener al héroe con sus amores. Su apariencia es falsa, ya que no son mujeres sino divinidades, y tienen extrañas habilidades canoras. Homero emplea para ambas el epíteto audéessa, ‘de voz canora’; y siendo audé la palabra en su aspecto musical y sonoro, su canto importa fundamentalmente por su cualidad (12, 150). Circe, por otra parte, “hace resonar todo el pavimento con su canto” (10, 227). Una tercera divinidad lleva este epíteto: es Ino-Leucótea, la diosa blanca del mar, que socorre al héroe en su naufragio y le facilita la llegada al país de los feacios. El epíteto ‘de la voz sonora’ se debe también a la Artemisa efesia, venerada como pótnia lýras.[5] Esta denominación se atribuía a la gran diosa mediterránea, de cuyos caracteres y atribuciones participan las tres divinidades que Odiseo encuentra.

Hay otras dos mujeres, esta vez con apariencia de diosas, que aparecen en relación con el agua: Nausícaa y la princesa lestrigona. La primera juega y canta junto al río y la segunda lleva un cántaro a la fuente. Nausícaa es comparada con Artemisa en medio de su cortejo de ninfas y la hija de los lestrigones pertenece a un mundo de gigantes. Son dos episodios paralelos a los de Calipso y Circe, pero en un plano menor. La princesa feacia hace una velada propuesta de amores al forastero: “ojalá a tal varón pudiera llamársele mi marido, viviendo acá; ojalá le pluguiera quedarse con nosotros” (6, 244-245). El rey mismo la refrenda luego: “ojalá tomases a mi hija por mujer” (7, 313). Esta tentación de vivir en la tierra de la edad de oro es también rechazada por Odiseo.

En el mundo de los lestrigones la aventura conduce al peligro de lo infrahumano: los lestrigones arponean a los compañeros de Odiseo como si fueran peces y los convierten en comida (10, 115 ss.).

LAS SIRENAS

El aspecto negativo del canto en grado sumo, como aniquilación y descomposición, ocupa un lugar central en la obra, con el episodio de las sirenas. Son éstas monstruos que “hechizan con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos” (12, 44 ss.). Como las diosas, se distinguen por la cualidad de su canto y, como los aedos, ocupan el centro.

En el arte funerario, aparecen sirenas con barbas,[6] lo cual muestra que había sirenas-hombres y sirenas-mujeres. El sexo femenino marca la atracción sexual vinculada con el canto como círculo mágico y el poder de vida y muerte asociado con la mujer en los antiguos mitos. Como las ninfas (y las musas), las sirenas están relacionadas con las aguas. Viven a la orilla del mar, en un lugar lejano, relacionado con la entrada al país de los cimerios –las ninfas están diseminadas por doquier y las musas aparecen limitadas al monte Helicón y a la fuente Hipocrena. También las sirenas introducen a los viajeros a un reino: el de la muerte. Con su canto encantaban a los que llegaban ante la reina de los infiernos, reduciendo la amargura de la muerte. Eran compañeras de Prosérpina, convertidas en monstruos luego del rapto, según un antiguo mito. Son deidades poderosas, con un cuerpo de pájaro, como antiguas figuraciones de la gran diosa mediterránea, y corona en la cabeza para señalar su poder.

¿En qué reside la atracción de las sirenas? Quizás en la sugerente cualidad de la voz, pero también en la materia del canto: “célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos” (12, 184). Las sirenas seducen adulando y los hombres se pierden a sí mismos, contemplando su propia imagen reflejada en un espejo, como Narciso.

Ellas prometen recrear a los hombres, aliviarlos: “nadie ha pasado sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca, sino que todos se van después de recrearse con ella” (12, 186-187). Las sirenas mienten, ya que está a la vista de todos la muerte que producen; sin embargo atraen con triple promesa: belleza de la voz, recreación y sabiduría. Los hombres se van sabiendo más que antes (cf. 12, 187-188).

¿Pero cuál es el argumento de su canción? No es otro que el relato de Odiseo y que el relato de Homero. En un tercer nivel de profundidad, ellas narran la misma historia: “Sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y conocemos cuanto ocurre en la tierra fértil” (12, 190-192). La tentación de las sirenas alcanza al héroe y al cantor: a Odiseo como narrador de su propia geta y a Homero, en cuanto es peligro mayor del cantor el complacerse en su propio canto y en creer en su omnisciencia. Saberlo todo es una forma de ser como dioses, por apropiación de la sabiduría, que es una potestad divina. Es una forma de ser dioses o de creer serlo. Pero la sabiduría asociada al propio canto y a la propia canción es una mentira dicha por un monstruo que arrastra a la muerte. Quedar atrapado en el canto es la amenaza del cantor; si sucumbe a ella, morirán uno y otro, atrapados en su propia vacuidad y falta de trascendencia.

LA RECUPERACIÓN DEL CENTRO

La intervención del protagonista como narrador se incrementa a su llegada a Ítaca. La tierra de los feacios ha sido un lugar de paso en el movimiento general del relato que va de la periferia al centro. Es también un lugar intermedio entre lo divino y lo humano. Es interesante considerar que el tránsito de uno a otro plano se realiza mediante el sueño, estado límite entre la vida y la muerte. En la relación vigilia-sueño hay, además, un paralelo realidad ficción, por ser el mundo del sueño una imagen especular del mundo en el cual vivimos.

Estos planos se implican mutuamente y la periferia y el centro son semejantes: la gruta de las ninfas, como la de Calipso, tiene apertura a lo divino. En la gruta de Ítaca hay agua fecundante, telares de las diosas (con la tela purpúrea del rey) y un panal de abejas. Las abejas, asociadas a las ninfas, marcan aquí la gloria del héroe y su canto, a los que aseguran la inmortalidad.[7]

Las historias de Ítaca son las del pseudo-cretense. En un relato alternativo, Odiseo relata una historia con apariencia de verosimilitud: es un cretense, hombre rico y guerrero destacado que hizo incursiones a Egipto, pero que fue apresado y esclavizado por imprudencia de sus compañeros. Sabe reponerse, porque es hombre de recursos, y alcanza riquezas, que quedan en depósito en el país de los feacios (o de los tesprotos), pero resulta engañado por piratas fenicios. La historia se va desgranando de a poco: a Atenea-pastor (13, 256 ss.), a Eumeo (14, 192 ss.), a Antínoo (16, 415 ss.) y a Penélope (19, 172 ss.). Son relatos antiheroicos que contrastan con lo narrado en el país de los feacios. El derrotero de esta odisea alternativa es el territorio conocido del sur y del este, y las amenazas provienen de los hombres que lo habitan (fenicios, egipcios, tesprotos). Odiseo se enmascara en el relato, tal como lo está en el exterior, convertido en viejo y en mendigo. En dos situaciones paralelas se enmascara el protagonista antes del asalto final: entra a Troya disfrazado de mendigo (4, 245 ss.); entra a su tierra y a su palacio de la misma forma. Se hace inofensivo para lograr eficacia; baja para ascender.

El terreno intermedio es la casa del porquerizo, lugar hospitalario donde se desarrollo en amplitud la historia del pseudo-cretense y llega al punto más alto este tipo de canto utilitario. Particularmente interesante es el segundo relato a Eumeo: la emboscada nocturna a los troyanos (14, 462 ss.). Allí confluyen los dos: mendigo y héroes; y los dos Odiseas: el narrador y el protagonista. La historia es la siguiente: transido de frío por carecer de manto, el pseudo-cretense le dice a Odiseo que está a punto de morir congelado. Por toda respuesta, Odiseo le pide silencio y finge haber tenido un sueño premonitorio sobre la necesidad de pedir refuerzos a las naves. Toante se desprende del manto y corre hacia el campamento de los aqueos, circunstancia que aprovecha el pseudo-cretense.

Inmediatamente pasa a señalar igual necesidad a su receptor y Eumeo le alcanza unas pieles para cubrirse, en premio por el relato: “porque la historia que acabas de hacer es irreprensible y nada has dicho que sea inútil o incoherente” (14, 508-509). Los narradores y la narración se implican, gracias a una caprichosa elaboración del tiempo, que zigzaguea constantemente entre el presente, el pasado y el futuro. Odiseo y el tono del canto han descendido para elevarse. En la serie de anagnórisis que preceden al triunfo final, el héroe avanza hacia su centro: el lecho nupcial construido con el olivo sagrado que es eje y sostén de su palacio. Allí recupera a la reina y el canto vuelve a elevarse y a retomar el signo ejemplar: Odiseo vuelve a ser el héroe que desdeña a las diosas y puede evitar a las sirenas. Ha perdido la posibilidad de una eternidad desdichada, para reintegrarse a la felicidad humana junto a la esposa-reina, bajo la protección divina.


[1] FERNÁNDEZ GALIANO, Manuel, “La tradición homérica”, en Introducción a Homero. Madrid, Alianza, 1963.
[2] Para mayor comodidad tipográfica, translitero (sé que imperfectamente) los caracteres griegos. [Nota del editor.]
[3] VIDAL-NAQUET, Pierre, “Land and sacrifice in the Odyssey”, en The black hunter. London, The Johns Hopkins Univ. Press, 1984.
[4] ELIADE, Mircea, Tratado de historia de las religiones. México, Era, 1981, p. 260. Compara a Calipso con Siduri, la muchacha que ofrece el licor de la inmortalidad a Gilgamesh.
[5] UNTERSTEINER, Mario, Le origini della tragedia e del tragico. Torino, Einaudi, 1955, p. 122.
[6] KERÉNYI, Karl, Gli dei e gli eroi della Grecia, III. Milano, Garzanti, 1988, p. 56.
[7] OTTO, Walter. “Las ninfas”, en Las Musas. Buenos Aires, Eudeba, 1981.

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