domingo, 18 de septiembre de 2011

CUÁNDO UNA PALABRA ES LUNFARDA

CUÁNDO UNA PALABRA ES LUNFARDA

DANIEL ANTONIOTTI

Hace más o menos 100 años, Ferdinand de Saussure, el padre de la lingüística moderna, enunció un postulado que pasó a figurar en la bolilla I de todos los programas de la materia. El aserto en cuestión sostiene que “el signo lingüístico es arbitrario e inmotivado”. Es decir que no hay ninguna razón lógica o natural (más allá de lo histórico etimológico) que haga que para denominar un objeto equis, por ejemplo una ventana, una colectividad de hablantes de una misma lengua la llame, precisamente, “ventana”, otra colectividad de hablantes de otra lengua: “window”; otros, “fenêtre” y así sucesivamente.
No hay algo intrínseco en los términos de una lengua que haga que la sucesión de sonidos (técnicamente fonemas) que componen una palabra resulte más idónea o más justa para designar todos los significados de un idioma. Los cuatro fonemas (sonidos individuales) de la palabra “amor” no son ni más ni menos apropiados que los tres sonidos (graficados en cuatro letras al momento de escribirse) de la palabra inglesa “love”, para aludir a lo que se alude cuando un hispano parlante o un angloparlante, respectivamente, la emplean en su discurso.
Esta arbitrariedad que hace que un colectivo social de manera inmotivada y también, y esto es muy importante, inconsciente, atribuya significados a cierto sonido, o sucesión de éstos, resulta de plena aplicación a cuestiones que hacen al uso de los registros formales o informales en una misma lengua.
Por ejemplo, si yo dijese que “mi laburo es la educación”, connotaría algo diferente que si dijera que “mi métier es la educación”. La denotación es más o menos la misma, pero en el primer caso, con el italianismo “laburo” le doy un aire reo a mi enunciado y en el segundo, con el galicismo “métier”, la impronta será por cierto más protocolar y hasta distinguida.
Seguramente, si estuviese dando una conferencia en un congreso docente llamaría más la atención del auditorio diciendo “laburo” en vez de “métier” o del más estándar “trabajo”, ya sea para cosechar objeciones por la excesiva informalidad de la palabra pronunciada en un marco de cierta solemnidad. Aunque también podría recibir elogios, por la misma razón.
Ahora bien, por qué “laburo” integra el corpus lunfardesco y “métier” suena hasta medio pituco es por la arbitraria atribución de connotaciones de una colectividad lingüística. En el caso, tales atribuciones (arbitrarias e inconscientes) corresponden a los hablantes de español de la variedad dialectal rioplatense, en especial, tal como se ha dado esa variedad en los grandes centros urbanos.
Se podría decir, con razón, que “laburo” se asocia con la masiva y populosa inmigración itálica y que “métier”, por ser una voz francesa, lengua privilegiada por nuestra aristocracia desde la generación del ’80 y hasta hace algunas décadas, se vincula, por el contrario, con cierta exquisitez cultural. Esas atribuciones de sentido son exteriores a la lengua, cuestiones histórico-sociales, a veces muy caprichosas, llevan a que un vocablo, un modo de pronunciar, un giro sintáctico reciban una aureola de distinción o una impronta de vulgaridad.
Después de Saussure, la sociolingüística y una disciplina que pretendió superar a ésta, la sociología del lenguaje, se impusieron determinar el valor simbólico que las variaciones de una lengua poseen para los hablantes. En alguna situación, podemos referirnos a un mismo sujeto diciendo viejo, anciano, persona mayor, persona de la tercera edad o “jovato”. Cada una de esas expresiones arrastra una carga simbólica que sonará, según fuere la fórmula elegida, respetuosa, irrespetuosa, simpática, rebuscada, etc. Pero sonará así por convención, no porque “jovato” venga ab initio con la marca de informalidad o “tercera edad” con la patente de afectación. Inconscientemente una colectividad acuerda la atribución de sentidos y connotaciones, como si fuese un “contrato social”. Al respecto, nunca creí que fuese casual que el positivista decimonónico Saussure, el ya citado padre de la lingüística moderna, fuese un suizo ginebrino, como el dieciochesco Jean Jacques Rousseau. La comunidad política y la comunidad lingüística de manera implícita, sin manifestarlo expresamente –ni de viva voz, ni por escrito, ni firmándolo en un papel–, acuerdan lo atinente al orden social, y dentro de lo social también se encuentra el orden de la comunicación.
El norteamericano Joshua Fishman, creador de la sociología del lenguaje, explicaba que en algunas comunidades, en la evolución de su idioma, hubo voces de gran prestigio social y académico que luego cayeron en desuso en esos ámbitos y pasaban a integrar el léxico de los iletrados. Inversamente, variantes propias de los estratos de más baja educación podían evolucionar hasta el vocabulario de los sectores de más alto rango social. Ya Horacio en Epístola a los Pisones sentenciaba:

Volverán a estar de moda palabras ya en desuso
y caerán en desuso palabras actualmente en uso.

Lo cual nos lleva a inferir que no hay nada de metafísico en una lengua. Ni en sus significados primarios o denotados, o bien en los connotados, metafóricos o retóricos en general. Vaya otro ejemplo: el anteponer un artículo al nombre propio de una persona, “el José”, “la Susana”, indica en Buenos Aires la pertenencia a un sector socioeducativo bajo. En las provincias del noroeste de nuestro país, me consta que ese uso es muy frecuente en la clase alta y lo emplean profesionales y académicos, sin el menor prejuicio. No sería extraño que, por el peso cultural que tiene todo lo que proviene de Buenos Aires en el interior, en algún momento este hábito se pierda en los sectores encumbrados de esas sociedades provincianas y que resulte un quemo, como diría Landrú, referirse a alguien como “el Ernesto” o “la Rosa”.
Es, entonces, el uso, ese gran legislador anónimo de las lenguas, el que lleva a que una palabra se inserte dentro de la categoría de lo marginal o de lo prestigioso. Habrá que determinar diacrónicamente, es decir, a lo largo de la historia de un idioma las razones sociales, exteriores al sistema lingüístico por las que se canoniza o se demoniza una expresión. Pero insisto, no hay metafísica en las lenguas y, de añadidura, no hay tampoco una metafísica en el lunfardo.
Una palabra es lunfarda conforme la percepción que el entorno sociolingüístico le dispensa. Poco tiene que ver lo etimológico en esta cuestión. Esa expresión debe oponerse a otra que podríamos clasificar como correcta o como perteneciente a la lengua estándar. ‘Faso’ es voz lunfarda porque se opone a cigarrillo. La lunfardía le viene de afuera hacia adentro.
El otro aspecto crucial para darle entidad lunfarda es que tenga una relativa exclusividad de uso frecuente, en su origen, al menos, en el ámbito del español dialectal porteño o más genéricamente rioplatense. Es claro que a medida que nos alejamos de las fronteras argentinas, y si se quiere uruguayas, la citada palabra ‘faso’ dejará de ser comprendida.
Hay una tercera exigencia y es la de la perdurabilidad de la palabra en cuestión, más allá de modas o coyunturas.
Hechas estas salvedades, y por ejemplificar con alguna de los términos sugeridos en la consigna, “trapito” se opone a cuidacoches o a cuidacoches informal o ilegal. Se utiliza solamente en Buenos Aires y a lo mejor en otros centros urbanos de la Argentina, pero no mucho más allá.
Por lo tanto, solo le faltaría, para constituirse como lunfardismo sostenerse en su uso. Si así ocurriere, no dudo de que un diccionario lunfardo de 2020 habrá contemplar esa flamante expresión. Sería ésta una de las palabras que un trabajo presentado en las jornadas académicas de 2002, definió como lunfardo consolidándose. El gerundio indica una situación en proceso.
“Trapito”, y a lo mejor hay algunas decenas de términos en esa situación, se está cocinando lentamente como palabra lunfarda. A lo mejor se apaga el horno y quizás al enfriarse pase de moda. Pero mientras el empleo habitual que de ella haga que la colectividad hablante porteña le siga dando calor, se consolidará como lunfardismo.
Alguna vez, frente a esa pregunta metafísica que siempre se formula respecto de ¿qué es el tango?, le escuché responder a nuestro presidente que “el tango es lo que la gente dice que es”.
En un sentido, no idéntico, pero sí análogo, considero que las palabras serán lunfardas o no según el uso, generalmente inconciente, que el hablante porteño le dé a esa voz, inentendible para un hispanoparlante de lejanas geografías, sabiendo que hay otra expresión sinonímica correcta, pero sin duda menos elocuente para la intensidad o el énfasis afectivo que se pretende transmitir.

DANIEL ANTONIOTTI

miércoles, 14 de septiembre de 2011

A NUEVOS DISCÍPULOS DE LATÍN

A NUEVOS DISCÍPULOS DE LATÍN

Martin Freundorfer es un poeta latino actual. Nació y vive en Austria y usa el nombre literario Martinus Zythophilus (el apellido romano significa ‘amante de la cerveza’). Enseña latín en su patria y, próximo ya a comenzar un nuevo curso anual, envió a algunos de sus amigos este poema.

Vos, quibus est, pueri, discenda Latina, saluto,
lingua, et, uti uobis fiat amica, rogo.
Hunc docuit populos sermonem Roma subactos,
nam ferrum fuerant uerba secuta ferum.
Hunc patrium loquitur sermonem Europa superba,
Romae cum ruerint moenia celsa diu.
Noscite Romanos et magnam noscite Romam
et quidquid cecinit Musa Latina uiris.
Omnia deposito monstrabunt scripta timore :
pergite, inite nouam me comitante uiam.

[Os saludo, discípulos que aprendéis la lengua
latina, y os ruego que sea ella vuestra amiga;
ella, que fue enseñada por Roma a los pueblos
sometidos, pues las palabras siguieron al duro
hierro. La soberbia Europa la habla como lengua
propia, aunque hace tiempo los muros de Roma
cayeron. Conoced a los romanos y a la excelsa
Roma y cuanto cantó la Musa latina a sus varones.
Todo esto mostrarán los escritos, si dejáis el temor.
¡Adelante! Os acompañaré en este nuevo camino.]

Todos, antes de empezar cualquier año académico, nos preguntamos cómo serán nuestros alumnos, cuáles dificultades enfrentaremos… Aquí Martin se dirige a discípulos a quienes no conoce (y que naturalmente no podrán entender al principio sus versos), a los que enseñará cosas no sencillas. Hoy parece que esto es más difícil que nunca, pero es bueno tener una mirada positiva: hablar de lo que conseguiremos, no solo de cuánto esfuerzo nos demandará algo. Por eso el deseo de que ellos se amiguen, que empiecen desde el inicio a amar la lengua de Roma. Motivos para ello: varios, pero nuestro poeta da algunos. Es la lengua de un antiguo imperio, pero es superadora del mismo. En efecto aunque los muros de la antigua Urbe cayeron (solo una parte, con gran esfuerzo reconstruida, se conserva hoy), aunque solo hay reliquias materiales de su fasto lejano, su lengua es señora de Europa y de sus hijos, esparcidos (‘sembrados’, diríamos en griego) por toda la tierra. La gran tarea del maestro de la lengua del Lacio, la cual es instrumento básico para el conocimiento de la ‘soberbia’ civilización europea, es la de ser como un Hermes, un psicopompo, guía de las almas. Nunca nos libramos del todo del temor, pero podemos animarnos a emprender un camino fecundo.

Radulfus

lunes, 18 de abril de 2011

CONVIENE SABER LA PRONUNCIACIÓN ECLESIÁSTICA

Cada lugar tendrá su propio uso pero creo que la pronunciación clásica, también llamada restituida es la que predomina en el uso académico. En cambio la llamada eclesiástica, o también romana, queda confinada a los seminarios o a algunas instituciones de la Iglesia que enseñan latín atendiendo principalmente a la Biblia latina y al latín cristiano. Incluso las universidad y profesorados católicos, cuando enseñan latín en carreras como Letras y Filosofía, suelen emplear la restituta. Me parece muy comprensible esto pero creo que conviene enseñar las dos pronunciaciones; intentaré mostrarlo en estas líneas. Trabajo en más de un lado pero ahora me refiero a mi labor docente en el Colegio Santo Tomás de Aquino, de la Ciudad de Buenos Aires. Allí tengo alumnos que han hecho cursos anteriores de latín y leen al modo clásico. Sin embargo les aclaro que les enseñaré también la pronunciación romana. En efecto, cada vez que copio una oración en la pizarra, la leo primero ad modum restitutum y luego ecclesiastice. No me toma mucho tiempo sino que sobre la misma lectura les indico las diferencias. ¿Por qué no hago esto mismo en lugares no eclesiásticos? Simplemente porque pienso que algunas personas sectarias me atacarán y dirán que enseño el catecismo. Quienes crean que tal prevención es exagerada, muy probablemente tengan razón. En primer lugar, hay expresiones que se conocen más al modo romano que al modo clásico. Tales, Via Crucis y sui generis. En realidad la segunda más bien tiene un problema de acento, pues los que la usan no suelen conocer el carácter bisílabo del posesivo. Tampoco es común oír vade retro con v al modo clásico. Y la Academia hace tiempo incorporó vademécum: nunca pensó en algo como uademécum (no hace falta aclarar que no existe tal palabra). Otro punto fuerte es que, como bien sabemos, las lenguas románicas provienen del latín hablado, no del latín clásico. En todo caso, el latín escrito suministra infinidad de cultismos. Pues bien, la pronunciación eclesiástica guarda más similitud con el sermo vulgaris que la clásica. Si empezamos con la u semiconsonántica, que se suele escribir v, ninguna lengua moderna dice uino, sino vino; se dice verso y no uerso, vulgar y no uulgar, vario y no uario. Volviendo a sui generis, el modo que siguen otras lenguas romances para la g es como la eclesiástica y no como la clásica. Nuestro gente se pronuncia distinto en italiano (gente), francés (gens) y portugués (gente). En cuanto a la c, el modo romano no nos ayuda para portugués y francés, pero sí para italiano (como en certus y certo); y también guarda similitud con el rumano: pacem y pace, ‘paz.’ Vamos ahora a gn. La pronunciación eclesiástica para este grupo coincide con italiano y francés: pugnus en latín romano tiene se lee igual que el francés poigne y que el italiano pugno. Si hablamos del diptongo ae, hay que recordar, sin meternos en una clase de fonética histórica, que se pronunciaba e, que es justamente lo que hace la Iglesia. Foedus, ‘feo’, taeda, ‘tea’, y laetitia, como nombre italianizado de la Princesa de España, son ejemplos de que nuestra lengua prefiere el modo romano. Por fin, para terminar repitamos que se trata de sumar, no de restar: incluso en los lugares donde se enseña la ecclesiastica conviene que sepan los principios de la restituta. No sé si hay un latín mejor que otro, pues todos los latines tienen tradición y cultura ; son eternos como la Urbe que los crió. RADULFUS