Por JONATHAN GEORGALIS
Sépanlo Todos:
este drama no es ni una ficción, ni una novela. All is true, es tan verdadero, que cada uno puede encontrar sus
elementos en su propia casa, tal vez en su propio corazón. [Balzac, El tío
Goriot]
El problema de la experiencia, conjuntamente con el de la “verdad”
de la idealidad, no ha sido planteado con la altura merecida. Hemos escuchado
divagues epistémicos, otros se han convertido en libros con títulos que en sí
mismos representan un absurdo. No hace falta recordar aquél título tan
taquillero que hablaba acerca de la mendacidad de las leyes científicas, aserto
fundado, precisamente, en virtud de la idealidad de acuerdo a la cual se
establece su formulación.
Pero ¿qué es la idealidad, al menos en ciencia? Por nuestra parte,
no nos resignamos a encerrar el ámbito especulativo en las oxidadas tenazas de
la racionalidad analítica o en los cerebros polvorosos que transitan los
claustros académicos. La verdad resplandece en el arte, destella en la mente
genial del creador, y abrasa la criatura caída hasta hacer de su alma toda una
antorcha sagrada que consume, en su realidad esplendente, toda la vana escoria
que consume la herrumbrosa substancia del curso cotidiano de nuestra vida.
La idealidad, en nuestro concepto, lejos de engañar, tiene la
misión de manifestar. La idealidad, precisamente, lo que hace es desvincular
los elementos enmarañados en la realidad concreta. Desarticula las fuerzas
arremolinadas en el complejo juego de nuestro trato para con las cosas, desarma
el remolino en su armado básico y su ordenamiento geométrico. Todo yace en
todo, y una cosa en nuestro mundo refleja todo el universo. Por eso, el
teórico, que quiere establecer fórmulas definidas referidas al ordenamiento
simple de las cosas, debe trabajar con tipos ideales. Finalmente, éstos
representan tipos simplificados, donde el juego de los principios se reduce a
unos límites abarcables de interacciones mensurables. Una vez esclarecida la
lógica, la inclusión de elementos puede tener lugar, con la conciencia plena de
que todo en el cálculo científico tiende a la simplificación, vía la
idealización, y que despreciamos las fuerzas intervinientes producto de
infinidad de interacciones, precisamente porque su efecto no es significativo en
relación a los fines perseguidos.
Falaz en el cálculo si se quiere, la idealización construye el
armazón lógico, el esqueleto anatómico básico, que funda la fisiología de los
seres concretos. La verdad resplandece a través del sueño y la idealidad que radiografía
la verdad solamente puede ser reconstruida por el ojo visionario del artista.
Así, la verdad ideal encuéntrase también, sobre todo, en el arte. Por eso sus
creaciones trascienden las consideraciones superficiales, calando hondo en la
naturaleza de las cosas. El fluir dinámico de las cosas se resuelve en capas de
actividad, aquel que aprehende la matriz más honda domina el espectro y el
contenido de la variación. Una vez allí, ¡qué nos importan las teorías o los
detalles! Estamos de frente ante la realidad desprovista de todo atavío y
ornamento, y cegados ante su humilde resplandor, comprendemos la belleza triste
cantada por José Larralde:
¡Qué extraño fue todo, ya lo ves!
La vida que pasa…
Y en la más austera desnudez
Sobran las palabras.
En efecto, la palabra tosca del hombre de lo cotidiano no tiene
cabida en estos campos, aparentemente tan yermos, donde puede sembrar la mano
inspirada del artista, espigando los frutos más sabrosos y delicados. Balzac ha
sido llamado vulgar, maestro de la brutalidad, genio creador que se solaza
morbosamente en la degradación. Por nuestra parte, lo que nos subyuga sobre
todo en su obra es su fuerza, al par de su clarividencia. La fuerza debe ser, a
riesgo de no ser tal, intensa y clarividente. La naturaleza entera arde en su
creación, sus personajes parecen encandilados por una voluntad enorme y ciega
que los precipita a todos en el abismo común de la conflagración. La tragedia
iguala las suertes de los héroes, los villanos, y de la masa anónima y más o
menos despreciable que atraviesa la
Comedia humana como un cortejo siniestro que se
dirige hacia la tempestad, una tempestad de llamas. Y es con fuego, no con
tinta, con lo que Balzac delinea los caracteres y el destino de sus personajes,
con ese fuego que atraviesa la oscuridad, encendiendo un altar a la fatalidad
de la noche, hasta que resplandezca finalmente el fuego aéreo del alba matinal.
La monomanía de sus héroes dirige el sino de los personajes, como
una fatalidad inmanente. Finalmente, ésta crece, la personalidad pierde todo
contorno, hasta convertirse en un receptáculo ciego, de esa potencia rugiente
que busca su ocasión manifestadora. Por último, la potencia desbordante rompe
el frágil receptáculo, un corazón se parte junto a los escombros del
recipiente. El corazón late, finalmente, una última vez, desangrando la agonía
que se lleva su último soplo de vida. Este es su testamento cruel, en el suelo,
junto a las ruinas que contempla, se despide del mundo tortuoso con un último
grito de locura.
La monomanía en Balzac, creemos, no es sino una operación por la
cual los personajes expresan un tipo ideal. El mecanismo de las fuerzas
convergentes, fuerzas opuestas que chocan, se debilitan y “transaccionan”, es
esclarecido mediante la construcción de estos engendros. Los héroes en Balzac
representan tipos puros. Grandet, el avaro que arrastra los aires plácidos de
la provincia, arremolinando todos sus anhelos en oro. Vautrin, el diablo
depurado e irredento, cuya potencia abisal conmueve las entrañas de la sociedad
a la que desprecia. Finalmente, el mismo amor arrebata la vida a Goriot, amor
desmesurado, ciego ante la ingratitud y la miseria de las hijas a las que había
legado tantas riquezas.
El genio, calando hondo en la naturaleza de los seres en virtud de
su potencia simpática, entresaca el misterio de las cosas, desarma el andamiaje
de los caracteres y descubre el mecanismo de las pasiones. Balzac es, además de
artista, un visionario de genio, un naturalista pero, ante todo, un zoólogo.
Taxonomista genial, la jungla de la ciudad no lo arredra, con audacia viril se
lanza a través de los laberintos de cemento, el París decimonónico, húmedo y
mohoso encontrará al narrador que todos, en algún momento, quisimos para
nosotros mismos y nuestras abrumadas almas, mucho más prosaicas.
Ahora bien, si nuestra
interpretación es correcta, ¿no debiera tener algún tipo de validación textual
por parte del mismo autor? ¿No debiera el zoólogo Balzac incursionar en estas
humildes faenas epistémicas? Balzac lo hace. No hace falta referir a su
admiración por Cuvier, quien formuló los célebres principios de la
paleontología. Ni tampoco a Saint Hilaire, quien formuló el principio de la
unidad de composición. La concepción filosófica de Balzac, monista en
metafísica, culmina, en lo epistémico, con una reflexión acerca de lo ideal y
la relación que presenta con la realidad. En función de ello transcribimos este
pasaje, transcripto, a su vez, por Jaime Torres Bodet en su biografía de Balzac
y que refiere una charla entre éste último y el jefe de la policía Vidocq. El
policía, tan astuto en cuestiones de pesquisas criminales, le espeta a nuestro
novelista, no utilice su perspicacia eminente, casi visionaría, en el estudio
de la realidad, como corresponde a un hombre de un siglo tan práctico como el
XIX. Pero Balzac no es Conan Doyle (que, por otro lado, acabaría precipitado al
espiritismo, fracaso del optimismo compartido con las desmesuradas esperanzas
de todo un siglo), y le responde con la clarividencia y la madurez que, en sus
raptos más felices, solamente le son dadas al genio:
“¡Ah! ¿Usted cree aún en la realidad? No lo hubiese imaginado tan
candoroso... Vamos; la realidad somos nosotros quienes la hacemos… La verdadera
realidad es este hermoso durazno de Montreuil. El que usted llamaría real surge
naturalmente en el bosque… No vale nada: es pequeño ácido, amargo; no se le
puede comer. Éste es el verdadero… El producto de cien años de cultivos, el que
se obtiene… mediante cierto trasplante en un terreno ligero o seco y gracias a
algún injerto; en fin el que es exquisito es el que hemos hecho nosotros; el
único real. En mi caso, el procedimiento es idéntico. Obtengo la realidad con
mis novelas como Montreuil obtiene la suya con sus duraznos. Soy jardinero en
libros.”