domingo, 14 de diciembre de 2014


LA VERDAD EN EL ARTE

 

Por JONATHAN GEORGALIS

 

 

Sépanlo Todos: este drama no es ni una ficción, ni una novela. All is true, es tan verdadero, que cada uno puede encontrar sus elementos en su propia casa, tal vez en su propio corazón. [Balzac, El tío Goriot]

 

 

El problema de la experiencia, conjuntamente con el de la “verdad” de la idealidad, no ha sido planteado con la altura merecida. Hemos escuchado divagues epistémicos, otros se han convertido en libros con títulos que en sí mismos representan un absurdo. No hace falta recordar aquél título tan taquillero que hablaba acerca de la mendacidad de las leyes científicas, aserto fundado, precisamente, en virtud de la idealidad de acuerdo a la cual se establece su formulación.

Pero ¿qué es la idealidad, al menos en ciencia? Por nuestra parte, no nos resignamos a encerrar el ámbito especulativo en las oxidadas tenazas de la racionalidad analítica o en los cerebros polvorosos que transitan los claustros académicos. La verdad resplandece en el arte, destella en la mente genial del creador, y abrasa la criatura caída hasta hacer de su alma toda una antorcha sagrada que consume, en su realidad esplendente, toda la vana escoria que consume la herrumbrosa substancia del curso cotidiano de nuestra vida.

La idealidad, en nuestro concepto, lejos de engañar, tiene la misión de manifestar. La idealidad, precisamente, lo que hace es desvincular los elementos enmarañados en la realidad concreta. Desarticula las fuerzas arremolinadas en el complejo juego de nuestro trato para con las cosas, desarma el remolino en su armado básico y su ordenamiento geométrico. Todo yace en todo, y una cosa en nuestro mundo refleja todo el universo. Por eso, el teórico, que quiere establecer fórmulas definidas referidas al ordenamiento simple de las cosas, debe trabajar con tipos ideales. Finalmente, éstos representan tipos simplificados, donde el juego de los principios se reduce a unos límites abarcables de interacciones mensurables. Una vez esclarecida la lógica, la inclusión de elementos puede tener lugar, con la conciencia plena de que todo en el cálculo científico tiende a la simplificación, vía la idealización, y que despreciamos las fuerzas intervinientes producto de infinidad de interacciones, precisamente porque su efecto no es significativo en relación a los fines perseguidos.

Falaz en el cálculo si se quiere, la idealización construye el armazón lógico, el esqueleto anatómico básico, que funda la fisiología de los seres concretos. La verdad resplandece a través del sueño y la idealidad que radiografía la verdad solamente puede ser reconstruida por el ojo visionario del artista. Así, la verdad ideal encuéntrase también, sobre todo, en el arte. Por eso sus creaciones trascienden las consideraciones superficiales, calando hondo en la naturaleza de las cosas. El fluir dinámico de las cosas se resuelve en capas de actividad, aquel que aprehende la matriz más honda domina el espectro y el contenido de la variación. Una vez allí, ¡qué nos importan las teorías o los detalles! Estamos de frente ante la realidad desprovista de todo atavío y ornamento, y cegados ante su humilde resplandor, comprendemos la belleza triste cantada por José Larralde:

 

¡Qué extraño fue todo, ya lo ves!

La vida que pasa…

Y en la más austera desnudez

Sobran las palabras.

 

En efecto, la palabra tosca del hombre de lo cotidiano no tiene cabida en estos campos, aparentemente tan yermos, donde puede sembrar la mano inspirada del artista, espigando los frutos más sabrosos y delicados. Balzac ha sido llamado vulgar, maestro de la brutalidad, genio creador que se solaza morbosamente en la degradación. Por nuestra parte, lo que nos subyuga sobre todo en su obra es su fuerza, al par de su clarividencia. La fuerza debe ser, a riesgo de no ser tal, intensa y clarividente. La naturaleza entera arde en su creación, sus personajes parecen encandilados por una voluntad enorme y ciega que los precipita a todos en el abismo común de la conflagración. La tragedia iguala las suertes de los héroes, los villanos, y de la masa anónima y más o menos despreciable que atraviesa la Comedia humana como un cortejo siniestro que se dirige hacia la tempestad, una tempestad de llamas. Y es con fuego, no con tinta, con lo que Balzac delinea los caracteres y el destino de sus personajes, con ese fuego que atraviesa la oscuridad, encendiendo un altar a la fatalidad de la noche, hasta que resplandezca finalmente el fuego aéreo del alba matinal.

La monomanía de sus héroes dirige el sino de los personajes, como una fatalidad inmanente. Finalmente, ésta crece, la personalidad pierde todo contorno, hasta convertirse en un receptáculo ciego, de esa potencia rugiente que busca su ocasión manifestadora. Por último, la potencia desbordante rompe el frágil receptáculo, un corazón se parte junto a los escombros del recipiente. El corazón late, finalmente, una última vez, desangrando la agonía que se lleva su último soplo de vida. Este es su testamento cruel, en el suelo, junto a las ruinas que contempla, se despide del mundo tortuoso con un último grito de locura.

La monomanía en Balzac, creemos, no es sino una operación por la cual los personajes expresan un tipo ideal. El mecanismo de las fuerzas convergentes, fuerzas opuestas que chocan, se debilitan y “transaccionan”, es esclarecido mediante la construcción de estos engendros. Los héroes en Balzac representan tipos puros. Grandet, el avaro que arrastra los aires plácidos de la provincia, arremolinando todos sus anhelos en oro. Vautrin, el diablo depurado e irredento, cuya potencia abisal conmueve las entrañas de la sociedad a la que desprecia. Finalmente, el mismo amor arrebata la vida a Goriot, amor desmesurado, ciego ante la ingratitud y la miseria de las hijas a las que había legado tantas riquezas.

El genio, calando hondo en la naturaleza de los seres en virtud de su potencia simpática, entresaca el misterio de las cosas, desarma el andamiaje de los caracteres y descubre el mecanismo de las pasiones. Balzac es, además de artista, un visionario de genio, un naturalista pero, ante todo, un zoólogo. Taxonomista genial, la jungla de la ciudad no lo arredra, con audacia viril se lanza a través de los laberintos de cemento, el París decimonónico, húmedo y mohoso encontrará al narrador que todos, en algún momento, quisimos para nosotros mismos y nuestras abrumadas almas, mucho más prosaicas.

 Ahora bien, si nuestra interpretación es correcta, ¿no debiera tener algún tipo de validación textual por parte del mismo autor? ¿No debiera el zoólogo Balzac incursionar en estas humildes faenas epistémicas? Balzac lo hace. No hace falta referir a su admiración por Cuvier, quien formuló los célebres principios de la paleontología. Ni tampoco a Saint Hilaire, quien formuló el principio de la unidad de composición. La concepción filosófica de Balzac, monista en metafísica, culmina, en lo epistémico, con una reflexión acerca de lo ideal y la relación que presenta con la realidad. En función de ello transcribimos este pasaje, transcripto, a su vez, por Jaime Torres Bodet en su biografía de Balzac y que refiere una charla entre éste último y el jefe de la policía Vidocq. El policía, tan astuto en cuestiones de pesquisas criminales, le espeta a nuestro novelista, no utilice su perspicacia eminente, casi visionaría, en el estudio de la realidad, como corresponde a un hombre de un siglo tan práctico como el XIX. Pero Balzac no es Conan Doyle (que, por otro lado, acabaría precipitado al espiritismo, fracaso del optimismo compartido con las desmesuradas esperanzas de todo un siglo), y le responde con la clarividencia y la madurez que, en sus raptos más felices, solamente le son dadas al genio:

 

“¡Ah! ¿Usted cree aún en la realidad? No lo hubiese imaginado tan candoroso... Vamos; la realidad somos nosotros quienes la hacemos… La verdadera realidad es este hermoso durazno de Montreuil. El que usted llamaría real surge naturalmente en el bosque… No vale nada: es pequeño ácido, amargo; no se le puede comer. Éste es el verdadero… El producto de cien años de cultivos, el que se obtiene… mediante cierto trasplante en un terreno ligero o seco y gracias a algún injerto; en fin el que es exquisito es el que hemos hecho nosotros; el único real. En mi caso, el procedimiento es idéntico. Obtengo la realidad con mis novelas como Montreuil obtiene la suya con sus duraznos. Soy jardinero en libros.”